¡Allá va! El mismo tío Sento soltó como un metrallazo el primer puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron en el polvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda, mostrando al aire las sucias posaderas.
Y desde allí hasta casa de los novios, fué aquello un bombardeo; la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde teniendo que abrir paso a patadas y a palos.
Al pasar frente a la taberna, Marieta bajo
la cabeza y palideció, viendo cómo sonreía burlonamente su
marido mirando al Desgarrat, el cual contestó a la mirada con un
ademán indecente. ¡Ay! Aquel condenado se había propuesto
amargar su boda.
El chocolate esperaba. ¡Cuidado con
atracarse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos de dulces, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.
La novia mudábase de traje en el estudi, quedando en fresco percal; los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente peinado las perlas de sus agujas de oro.
El notario charlaba con el cura, que
acababa de llegar con gorrito de tercioplelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimoni mientras la granujería se empujaba, dándose de cachetes, o rodaban en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.
Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.