Los dos hombres volvíanse a todos
lados, como temiendo una sorpresa. Fueron al cañar, registrándolo; acercáronse después a la puerta de la barraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sento, sin que éste pudiera conocerlos. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.
Esto aumentó el valor de Sento. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó metiendo las manos en la boca y colándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y el otro, que quedaba libre?
El pobre Sento comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si los dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.
Pero el que estaba al acecho se
cansó de la torpeza de su compañero y fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa, obstruyendo la boca del horno. Aquélla era la ocasión. ¡Alma, Sento! ¡Aprieta el gatillo!...
El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y ladridos. Sento vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara, la escopeta se le fue y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el amigo había reventado.
No vio nada en el horno; habrían
huído, y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salió impulsada por el miedo, temiendo por su marido, que estaba fuera de casa.
La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.