Cuando penetré en la casa y vi cuadro tan lastimoso, no
pude contener las lágrimas y me puse a llorar con ellos. El Sr.
Cristòful Mongat era una excelente persona, buen padre y patriota
ardiente; pero aun más que el recuerdo de las buenas prendas del difunto
me contristaba la soledad de las cuatro criaturas. Yo les amaba mucho, y como mi
buen humor y franca condición propendían a enlazar el alma de
aquellos inocentes con la mía, en algunos meses de trato, Badoret,
Manalet y Gasparó, se desvivían por mí. No hablo
aquí de Siseta, porque para esta tenía yo un sentimiento
extraño, de piedad y admiración compuesto, como se verá
más adelante. Mi ocupación en la casa mientras vivió el Sr.
Mongat era en primer término hablar con este de las cosas de la guerra, y
en segundo término divertir a los chicos con toda clase de juegos,
enseñándoles el ejercicio y representando con ellos detrás
de un cofre las escenas del ataque, defensa y conquista de una trinchera. Cuando
yo iba de guardia, bien a Monjuich, bien a los reductos del Condestable o del
Cabildo, los tres, incluso Gasparó, me seguían con sendas
cañas al hombro remedando con la boca el son de cajas y trompetas o
relinchando al modo de caballos.
Asociado cordialmente a su desgracia, les consolé como
pude, y al día siguiente, después que echamos tierra al buen
cerrajero, y luego que se retiraron los vecinos fastidiosos que habían
ido a hacer pucheros condoliéndose ruidosamente de los huérfanos,
pero sin darles auxilio alguno, tomé por la mano a Siseta, y
llevándola a la cocina, le dije: