Una vez que desembuché este discurso, volví al
taller, con objeto de examinar las herramientas, y todo aquel mueblaje me
pareció de poquísimo valor. La huérfana después que
me oyera, sin decir cosa alguna, púsose a arreglar los trastos ordenando
todo con hábil mano y a limpiar el polvo. Los chicos me rodearon al
punto, corriendo precipitadamente a traer sus cañas, palos y demás
aparatos de guerra, viéndome yo obligado en razón de esta
diligencia a recomendarles gran celo en el servicio de la patria y del rey, pues
bien pronto, si los franceses apretaban el cerco, Gerona necesitaría de
todos sus hijos, aun de los más pequeñitos. Por último,
después que durante media hora pusieron armas al hombro y en su lugar,
cebaron, cargaron, atacaron e hicieron varias descargas imaginarias, pero que
retumbaban en el angosto taller, les vi soltar las armas decaído el
marcial ardor, y volver a su hermana con elocuente expresión los
ojos.
-¿Qué? -pregunté yo, comprendiendo lo que
significaba aquel mudo interrogatorio-. Siseta, ¿no hay qué
comer?
Siseta disimulando sus lágrimas, registraba los negros
andamios de una alacena, en cuyas cavernosas profundidades la infeliz se
empeñaba en ver alguna cosa.
-¿Cómo es eso? -dije-. Siseta, no me
habías dicho nada. ¿Qué me costaría ir al cuartel y
pedir que me adelanten la ración de mañana?... ¿Y para
qué quiero yo los siete cuartos que tengo ahorrados? Nada, hija; es
preciso no sólo traer lo necesario para hoy, sino también
provisiones abundantes, por si escasean los víveres dentro de la plaza.
Dicen que ahora nos van a dar dos reales diarios. Ya me figuro lo que
harás tú con esta riqueza. Pero no es ocasión de detenerme
en habladurías, que estos valientes soldados se mueren de hambre. Toma
los siete cuartos: voy al punto por la libreta.