-Aguanta y da saltitos; ahora mismo entramos.
San Pedro que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, vió que tocaban en la puerta.
-¿Quién es?
-Un pobre soldado de Caballería -contestó con voz triste-. Me acaban de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.
-Pasa, pobrecito, pasa -dijo el santo, abriendo media puerta.
Y vió en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no sabía estarse quieto. ¡Animal más nervioso!... Varias veces intentó el venerable portero buscarle la cabeza, pero fué imposible. Dando saltos, le presentaba siempre la grupa, y, al fin, el santo, temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:
-Pasa, soldadito, pasa adelante y veas de aquietar a esta bestia.
Y mientras el padre Salvador se colaba cielo adentro sobre la grupa de la monja, San Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con admiración:
-¡Rediós, y qué
batalla están dando allá abajo! ¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado... ni el rabo.
</FONT