El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:
-¡Esos sí que son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.
Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes; el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo no lo he conocido, pero mi abuelo
aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba a su madre y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate a la puerta de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo, entraba en él toda una pieza de paño; visitaba al día once o doce casas, tragándose en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:
-¿Qué le gusta más, padre Salvador: unos huevecitos con patatas o unas longanizas de la conserva?
Él contestaba con una voz que parecía ronquido:
-Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí donde pasaba parecía regalar su salud, y la prueba era que todos los chiquilines que nacían en este contorno presentaban sus mismos colores, su cara de luna de llena y un morrillo que lo menos tenía tres libras de manteca.