-Padre -dijo dulcemente al frailote, mirándole con ojos tiernos-, ¿qué, no abren a estas horas?
-Aguarda; ahora entraremos.
¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías.
Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan, hasta con botas y espuelas; pues algún privilegio merece su desgracia.
-Échate las faldas a la cabeza -ordenó el fraile.
-¡Pero..., padre mío! -contestó escandalizada la monjita.
-Haz lo que te digo y no seas tonta -gritó el padre Salvador con autoridad-. ¿Quieres disputar conmigo, que tengo tantos estudios? ¿Qué sabes tú del modo de entrar en el cielo?
Obedeció la monja, ruborizada, y en la oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese aparecido la luna.
-Ahora, aguántate firme.
Y, de un salto, el padre Salvador
púsose a horcajadas sobre el lomo de su compañera.
-Padre..., ¡que pesa mucho! -gemía, sofocada, la pobrecita.