-¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas a ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?...
-Haga el favor, señor Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?
-¡Largo de aquí! ¡Miren
qué prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías
nuestra provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no sé cuántas bienaventuradas que aún están de buen ver, y ¡valiente ocupación me caería a mí edad: ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!... Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube... Se acabó la conversación.
El santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre Salvador quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos los guitarros y las flautas de los angelitos, que aquella noche obsequiaban con albaes a las santas más guapas.
Pasaban las horas y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando vió salir de entre dos nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa, hinchada como un globo.
Era una monjita que había muerto de un cólico de confituras.