No es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del
obispo. Una puerta-ventana que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de
hospital, con colcha de sarga verde; detrás de una cortina, los utensilios de
tocador, que revelaban todavía los antiguos hábitos elegantes del hombre de
mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea que daba paso al oratorio; otra
cerca de la biblioteca que daba paso al comedor. La biblioteca era un armario
grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de madera, pero
pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego. Encima de la chimenea, un
crucifijo de cobre, que en su tiempo fue plateado, estaba clavado sobre
terciopelo negro algo raído y colocado bajo un dosel de madera; cerca de la
puerta-ventana había una gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos
libros.
La casa, cuidada por dos mujeres, respiraba de un extremo al
otro una exquisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se permitía. De él
decía: "Esto no les quita nada a los pobres".
Menester es confesar, sin embargo, que le quedaban de lo que en
otro tiempo había poseído seis cubiertos de plata y un cucharón, que la señora
Magloire miraba con cierta satisfacción todos los días relucir espléndidamente
sobre el blanco mantel de gruesa tela. Y como procuramos pintar aquí al obispo
de D. tal cual era, debemos añadir que más de una vez había dicho: " Renunciaría
difícilmente a comer con cubiertos que no fuesen de plata".
A estas alhajas deben añadirse dos grandes candeleros de plata
maciza que eran herencia de una tía abuela. Aquellos candeleros sostenían dos
velas de cera, y habitualmente figuraban sobre la chimenea del obispo. Cuando
había convidados a cenar, la señora Magloire encendía las dos velas y ponía los
dos candelabros en la mesa.
A la cabecera de la cama del obispo, había pequeña alacena,
donde la señora Magloire guardaba todas las noches los seis cubiertos de plata y
el cucharón. Debemos añadir que nunca quitaba la llave de la cerradura.
La señora Magloire cultivaba legumbres en el jardín; el obispo,
por su parte, había sembrado flores en otro rincón. Crecían también algunos
árboles frutales.
Una vez, la señora Magloire dijo a Su Ilustrísima con cierta
dulce malicia:
-Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un pedazo
de tierra inútil. Más valdría que eso produjera frutos que flores.
-Señora Magloire -respondió el obispo-, os engañáis: lo bello
vale tanto como lo útil.
Y añadió después de una pausa: Tal vez
más.