II
El señor Myriel se convierte en monseñor
Bienvenido
El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hospital, y era
un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo.
Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los
salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías
de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de
magníficos árboles.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un
pequeño jardín atrás.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital.
Terminada la visita, le pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su
palacio.
-Señor director -le dijo una vez llegados allí-: ¿cuántos
enfermos tenéis en este momento?
Veintiséis, monseñor.
-Son los que había contado -dijo el obispo.
-Las camas -replicó el director- están muy próximas las unas a
las otras.
-Lo había notado.
-Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se
renueva difícilmente.
-Me había parecido lo mismo.
-Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el
jardín es muy pequeño para los convalecientes.
También me lo había figurado.
-En tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus, se
juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer.