Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su
parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a
solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que el
Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se
halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que
aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
¿Quién es ese buen hombre que me mira?
Majestad -dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y
yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que
mira.
Esa misma noche el Emperador pidió al cardenal el nombre de
aquel cura y algún tiempo después el señor Myriel quedó sorprendido al saber que
había sido nombrado obispo de D.
Llegó a D. acompañado de su hermana, la señorita Baptistina,
diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Magloire, una
criada de la misma edad de la hermana del obispo.
La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales
muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría
llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual
se veía, no a la mujer, sino al ángel.
La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre
afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.
A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio
episcopal, con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que
clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.
Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se
conducía su obispo.