Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para dormir, cuando en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia Civil, que corrían en distintas direcciones, como cercando a alguien.
-¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso! Dos por el otro lado, para que no escape... Ahora ha subido sobre el tren. ¡Seguidle!
Y, efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y, viéndose cercado, se refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte
opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato con la asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del golpe no le permitiera incorporarse, y, al fin, huyó a todo correr, perdiéndose en la oscuridad la mancha blanca de sus pantalones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales reían.
-¿Qué es eso? -pregunté al empleado.
-Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete -me contestó con énfasis-. Ya le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le pillaremos para que vaya a la cárcel.