Una impresión de frescura me
despertó. Sentí en la cara como un golpe de agua fría. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cerrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de la noche, aumentado por el huracán que levantaba el tren en su rápida marcha, y al incorporarme, vi la otra portezuela, la inmediata a mí, completamente abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies fuera, en el estribo encogido, con la cabeza vuelta hacia mí y unos ojos que brillaban mucho en su cara oscura.
La sorpresa no me permitía pensar.
Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel hombre, que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.
Pero inmediatamente recordé los
asaltos en las vías férreas, los robos de los trenes, los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dormían al otro lado de los tabiques de madera. Aquel hombre era seguramente un ladrón.
El instinto de defensa, o, más
bien, el miedo, me dió cierta ferocidad. Me arrojé sobre el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el equilibrio; se agarró desesperadamente al borde de la portezuela, y yo seguí empujándole, pugnando por arrancar sus crispadas manos de aquel asidero para arrojarlo a la vía. Todas las ventajas estaban de mi parte.
-¡Por Dios, señorito! -gimió con voz ahogada-. Señorito, déjeme usted. Soy un hombre de bien.
Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.
Entonces pude verlo. Era un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, de mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.