Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y, mientras tanto, sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y los bolsillos. Esto casi me hizo arrepentirme de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto y empujaba mi revólver. ¡Si creía pillarme descuidado!...
Tiró él de su faja, sacando
algo, y yo le imité, sacando de la funda medio revólver. Pero lo que él tenía en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me enseñó con satisfacción.
-Yo también llevo billete, señorito,
Lo miré y no pude menos de echarme a reír:
-Pero ¡si es antiguo! -le dije-. Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto te crees autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si temiera que intentase yo arrojarlo otra vez a la vía, Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y alegre para ocultar los efectos de la sorpresa, que aún duraban en mí.
-Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.
-No, señor -dijo con entereza-. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito. Aquí , y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.