No le asustaba el tren, sino los que iban
dentro. Buscaba los coches de primera porque en ellos encontraba departamentos vacíos, ¡Qué de aventuras! Una vez abrió, sin saberlo, el reservado de señoras: Dos monjas que iban dentro gritaron: «¡Ladrones!», y él, asustado, se arrojó del tren y tuvo que hacer a pie el resto del camino.
Dos veces había estado
próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un garrotazo, echándole fuera del tren. Aquella noche sí que creyó morir.
Y al decir esto, señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Lo trataban mal, pero él no se
quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver a sus hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación. Él, alarmado, comenzó a incorporarse.
-Quédate -le dije-. Aún falta otra estación para llegar a donde tú vas. Te pagaré el billete.
-¡Quia! No, señor -repuso con
candidez maliciosa-. El empleado, al dar el billete, se fijaría en mí; muchas veces me han perseguido, sin conseguir verme de cerca, y no quiero que me tomen la filiación. ¡Feliz viaje, señorito! Es usted la más buena alma que he encontrado en el tren.
Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la oscuridad, buscando, sin duda, otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.