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?¡Ah! Sire ?dijo D'Artagnan, ?yo no me quedaré en los términos que él, y vuestra será la culpa. Yo voy a deciros lo que él, el hombre delicado por excelencia, no os ha dicho; yo os diré: Sire, habéis sacrificado a su hijo, y él defendía a su hijo; lo habéis sacrificado a él, siendo así que os hablaba en nombre de la religión y la virtud, y lo habéis apartado, aprisionado. Yo seré más inflexible que él, Sire, y os diré: Sire, elegid. ¿Queréis amigos o lacayos? ¿soldados o danzantes de reverencias? ¿grandes hombres o muñecos? ¿queréis que os sirvan o que ante vos se dobleguen? ¿que os amen o que os teman? Si preferís la bajeza, la intriga, la cobardía, decidlo, Sire; nosotros, los únicos restos, qué digo, los únicos modelos de la valentía pasada, nos retiraremos, después de haber servido y quizá sobrepujado en valor y mérito a hombres ya resplandecientes en el cielo de la posteridad. Elegid, Sire, y pronto. Los contados grandes señores que os quedan, guardadlos bajo llave; nunca os faltarán cortesanos. Apresuraos, Sire, y enviadme a la Bastilla con mi amigo; porque si no habéis escuchado al conde de La Fere, es decir la voz más suave y más noble del honor, ni escucháis a D'Artagnan, esto es, la voz más franca y ruda de la sinceridad, sois un mal rey, y mañana seréis un rey irresoluto; y a los reyes malos se les aborrece, y a los reyes irresolutos se les echa. He ahí lo que tenía que deciros, Sire: muy mal habéis hecho al llevarme hasta ese extremo. Luis XIV se dejó caer frío y pálido en su sillón; era evidente que un rayo que le hubiese caído a los dos no le habría causado más profundo asombro: no parecía sino que iba a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamó D'Artagnan, le entró en el corazón cual la hoja de un puñal.

D'Artagnan había dicho cuanto tenía que decir, y haciéndose cargo de la cólera del rey, desenvainó lentamente, se acercó con el mayor respeto a Luis XIV, y dejó sobre el bufete su espada, que casi al mismo instante rodó por el suelo impelida por un ademán de furia del rey, hasta los pies de D'Artagnan.

Por mucho que fuese el dominio que sobre él tenía, el mosquetero palideció a su vez, y temblando de indignación, exclamó: ?Un rey puede retirar su favor a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero aunque fuese cien veces rey, no tiene derecho a insultarlo deshonrando su espada. Sire, nunca en Francia ha habido rey alguno que haya repelido con desprecio la espada de un hombre como yo. Está espada mancillada ya no tiene otra vaina que mi corazón o el vuestro, y dad gracias a Dios y a mi paciencia de que escoja el mío. Y abalanzándose a su espada, añadió: Sire, caiga mi sangre sobre vuestra cabeza.

 
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El hombre de la máscara de hierro de Alejandro Dumas   El hombre de la máscara de hierro
de Alejandro Dumas

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