Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su
pelos y señales.
-Pero bien-repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado,
-¿qué ha resuelto Luisa? ¿La veré a lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será
menester que yo vaya a su cuarto?
-Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis
dar los primeros pasos, mas también recorrer todo el camino.
-¡Nada para mí! ¡Ah! ¡muy hondas raíces tiene echadas en su
corazón ese Bragelonne! -dijo el soberano.
-No puede ser eso que decís, Sire, porque -Sí, Sire, pero...
-¿Qué? -interrumpió con impaciencia el monarca.
-Pero advirtiéndome que, de no hacerlo yo, lo arrestaría
vuestro capitán de guardias.
-¿No os dejaba en buen lugar desde el instante en que no os
obligaba?
-Sí a mí, Sire, pero no a mi amigo.
-¿Por qué no?
-Es más claro que la luz, porque fuese arrestado por mí o por
el capitán de guardias, para mi amigo el resultado era el mismo.
-¿Y esa es vuestra devoción, señor de D'Artagnan? ¿una devoción
que razona y escoge? Vos no sois soldado. -Espero que Vuestra Majestad me diga
qué, soy.
-¡Un frondista!
-En tal caso desde que se acabó la Fronda, Sire...
-¡Ah! Si lo que decís es cierto...
-Siempre es cierto lo que digo. Sire.