Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis,
decidido a sonsacar a Athos, le colmó de halagos, pero Athos poseía en grado
eminentísimo todas las virtudes. De exigirlo la necesidad, hubiera sido el
primer orador del mundo, pero también habría muerto sin articular una sílaba, de
requerirlo las circunstancias.
Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más
substancial lujo gastronómico.
Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos
los platos, Athos sólo comió sopa y una porcioncilla de los entremeses. La
conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter y de
proyectos.
Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se
encontraba Athos en casa de Baisemeaux, cuando D'Artagnan estaba ausente, y por
qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.
Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis,
subterfugio e intriga viviente, y vio como en un libro abierto que el prelado le
ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró en su
corazón, y se preguntó a su vez por qué D'Artagnan se saliera tan aprisa y por
manera tan singular de la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y
peor inscrito en el registro.
Pero sigamos a D'Artagnan que, al subirse otra vez en su
carroza, gritó al oído del cochero:
-¡A PALACIO Y A ESCAPE!
Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla
Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére:
pero por mucha que fuese su elocuencia, no pudo persuadir a Luisa de que el rey
tuviese un protector tan poderoso como eso, y de que no necesitaba de persona
alguna en el mundo cuando tenía de su parte al soberano.
En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba
descubierto el famoso secreto, cuando Luisa, deshecha en llanto, empezó a
lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha gracia al
rey si hubiese podido presenciar la escena.