-Esto ya lo daba yo por sobreentendido, -repuso D'Artagnan; -y
como esta tarde nada tengo que hacer en palacio, venía para catar vuestra
comida, cuando por el camino me he encontrado con el señor conde.
Athos asintió con la cabeza.
-Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha
entregado una orden que exige pronta ejecución; y como nos encontrábamos aquí
cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero, de quien
me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que...
Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es
verdad?
-El mismo.
-Bien llegado sea el señor conde, -dijo Baisemeaux.
-Se queda a comer con vosotros, -prosiguió D'Artagnan, -
mientras yo, voy adonde me llama el servicio. Y suspirando como Porthos pudiera
haberlo hecho, añadió: -¡Oh vosotros, felices mortales!
-¡Qué! ¿os vais? -dijeron Aramis y Baisemeaux a una e
impulsados por la alegría que les proporcionaba aquella sorpresa, y que no fue
echada en saco roto por el gascón.
-En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.
-¡Cómo! -exclamó el gobernador, ¿os perdemos?
-Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los
postres.
-Os aguardaremos, -dijo Baisemeaux.
-Me disgustaríais.
-¿Volveréis? -preguntó Athos con acento de duda.
-Sí, -respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la
mano a su amigo. Y en voz baja, añadió: -Aguardadme, poned buena cara, y sobre
todo no habléis más que de cosas triviales.