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Estaba aquejado de diversos tics que le afectaban a la ca­be­za, a los brazos y a las piernas. Por eso, su actitud llamó la atención,  pues permanecía casi quieto al lado de la columna.

A Larrea le pareció que tenía miedo. El Hechopolvo, que padecía serios trastornos psicológicos y que había intentado suicidarse en dos ocasiones, tenía la misma edad que él y los otros dos hombres. Los cuatro habían ido a la escuela al mismo tiempo y habían compartido juegos y aventuras infantiles.

Larrea le tenía afecto, aunque era verdad que se ponía muy pesado, sobre todo cuando se alteraba, pudiendo llegar entonces a babear y lloriquear. Todo el mundo lo rehuía o, con mejores o peores modos, se lo quitaba de encima.

Pero hoy, en el pórtico, no hacía ninguna morisqueta, estaba normal salvo por algún espasmo irreprimible. De lejos, dada su extrema delgadez, parecía más joven, casi un muchacho. La­rrea, por como miraba a un lado y a otro, volvió a tener la impresión de que estaba atemorizado.

Advirtió también que la presencia del Hechopolvo había provocado un cambio en los circunstantes, ninguno de los cuales había podido sustraerse al influjo de "ese tipo tan raro", como lo calificó doña Abril.

En Larrea se produjo un movimiento empático y también él empezó a tener más pulsaciones por minuto. El destino singular del Hechopolvo, que lo había llevado dos veces al borde del abismo, cobró una nitidez  insoportable para Larrea.

Se acercó al Hechopolvo pensando que se había enterado de la muerte de su madre y venía darle el pésame. Manolo, que te­nía agarrado el pantalón con una mano a la altura del ombligo, sostuvo la mirada de Anastasio. Luego hizo algunos jeribeques. Pero no saludó y cuando habló, fue para hacer un comentario intempestivo sobre Nuestra Señora de los Caballos.

 
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Del color del fuego de Antonio Pavón Leal   Del color del fuego
de Antonio Pavón Leal

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