Dos amigos de Larrea aparecieron juntos, Brioso y Centeno. Los hombres,
de pie, se pusieron a conversar.
Al cabo de un rato, salieron de la capilla ardiente las amigas de doña
Rafaela, salvo doña Manuela que seguía arrodillada en el reclinatorio. Las tres
mujeres se dirigieron a los sillones de mimbre, donde se acomodaron. Sobre la
mesa colonial había una maceta de claveles cuyos largos tallos reposaban en el
cristal de la tapa.
Fue entonces cuando un imprevisto visitante hizo irrupción en el
velatorio.
Entró sin hacer ruido. Lo descubrieron de pronto, al lado de una columna, con
la cabeza ligeramente ladeada.
- ¿Qué hace ése aquí? -preguntó Centeno.
Las señoras no dijeron nada pero, aunque ninguna dejó traslucir su
contrariedad, Larrea advirtió una tirantez en el ambiente. La llegada del
Hechopolvo no era del agrado de nadie.
Centeno repitió:
- ¿Qué hace ése aquí?
Manolo el Hechopolvo se había quedado en la galería, sin atreverse a pasar al
patio. Parecía un estrafalario espectador, con sus pantalones demasiado anchos
que, a pesar del cinturón cuyo extremo le colgaba, se le caían, por lo que de
vez en cuando los agarraba y tiraba hacia arriba.
La camisa también le estaba grande. Su cuerpo esmirriado le bailaba dentro de
la ropa. Manolo había sido rubio, pero su pelo se había vuelto ceniciento y la
piel de su rostro, pegada a los huesos, se había amojamado.