Sebastián era de poco hablar, así que se colocó al lado de Larrea sin decir
palabra. Y como éste tampoco tenía ganas de entablar conversación, ambos
permanecieron en silencio.
Poco después empezaron a llegar algunas amigas de doña Rafaela. La primera,
seria y estirada, con el pelo recogido en un moño, doña Manuela que traía en la
mano un devocionario. Tras las condolencias, entró en la capilla ardiente, de
donde salió enseguida y fue a preguntar a Larrea dónde estaba el reclinatorio,
pues Ramona no lo sabía.
Desde que su madre quedase postrada en la cama, había dejado de
utilizarlo y él, aunque no estorbase, lo había llevado a otra habitación. Fue
por él y lo colocó donde doña Manuela le indicó.
Cuando Larrea volvió al patio, vio dos siluetas en el zaguán en penumbra.
Dudó entre esperar a estas visitas o ir a encender las luces. Optó por quedarse
donde estaba, junto al arcón de la galería.
Doña Herminia, alta, delgada y de pómulos salientes, avanzaba embutida en un
traje de seda oscura, azul o verde tal vez. Larrea no distinguió el color. A
pesar de su edad provecta, seguía siendo una mujer llamativa, con un tacto
certero a la hora de escoger la indumentaria que requería cada ocasión.
A su lado, como si de su contrafigura se tratase, iba doña Patrocinio, de
estatura mediana gracias a los zapatos de tacones que calzaba, tripona,
con un traje de chaqueta cuya falda le llegaba a sus magras pantorrillas. No
obstante su falta de garbo, nadie hubiese osado negarle empaque. La que
fuera primera y, hasta el momento presente, única alcaldesa de Las Hilandarias
imponía. De hecho, su presencia eclipsaba en buena medida la de doña
Herminia.
Más tarde llegó doña Abril que, compungida, derramó algunas lágrimas cuando
besó a Larrea. Como dijo con voz ronca que escanciaba parsimoniosamente, ella
quería mucho a doña Rafaela, a la que consideraba una auténtica señora.