Se trasladaría a la habitación ocupada por doña Rafaela, que tenía una
ventana al patio porticado y otra al jardín, y que era amplia y de proporciones
armoniosas. Al lado estaban el despacho y la cocina. Y un poco más alejado el
cuarto de baño. El piso superior quedaría clausurado. En el bajo había otra
habitación (su dormitorio actual), un comedor y dos salones, el de las
visitas y el de la televisión. Todo este sector de la casa le sobraba
también.
Estos pensamientos, estando todavía su madre de cuerpo presente, le
produjeron incomodidad. Eran impropios de la ocasión y se reprochó no
haberlos atajado.
Un hombretón se adentró en el patio con paso tardo y vacilante. En eso
no había cambiado. Ni tampoco en su fidelidad a Larrea, una fidelidad a prueba
de años y dificultades que hundía sus raíces en la infancia. En aquella lejana
época en que su familia compuesta por muchos hermanos pasaba necesidades y
él estaba en un perpetuo estado de hambre, del que era resarcido a menudo en la
cocina de doña Rafaela.
Había encarnecido y, como era alto y cargado de hombros, su apariencia tenía
cierta semejanza con la de un primate, a lo que coadyuvaba una buena mata de
pelo negro, su cara ancha y unas facciones que se habían relajado con la
edad.
Se aproximó a Larrea con su manaza extendida y estrechó con fuerza la de su
amigo y antiguo benefactor, dándole su sincero pésame.
Larrea dio las gracias a Sebastián, que le había transmitido su emoción con
el apretón de manos y con su mirada directa, en la que se reflejaba, como
siempre había ocurrido, cabalmente sus sentimientos.