La casa del pueblo era muy grande y Rafaela estaba sola. Pero la razón 
principal de su regreso a Las Hilandarias era su cansancio de la ciudad, que no 
le había atraído nunca demasiado.
Ahora se desplazaba a diario a Sevilla, donde ejercía como profesor en la 
Facultad de Filología. Pero no por mucho tiempo, se dijo. Tenía en mente pedir 
la jubilación anticipada. Le gustaba cada vez menos el cariz que había tomado la 
enseñanza, que de transmitir conocimientos e inquietudes intelectuales había 
pasado a ser un tenderete ideológico, así como tener que coger el coche, comer 
fuera y verse en la necesidad de afrontar compromisos sociales que no eran de su 
agrado.
El tiempo, desde que cumpliera los cincuenta años, había adquirido  una 
importancia primordial. Ese mismo tiempo que ahora invertía en cavilaciones o en 
mirar las argollas de los alambres como si fuesen una obra artística, le 
resultaba perdido durante su ajetreo cotidiano. Tan sólo las clases se salvaban 
de esa sensación de estar despilfarrando las horas. Las clases le proporcionaban 
todavía una gratificación, de la que estaba dispuesto a prescindir.
No había decidido aún lo que haría cuando disfrutara de todo su tiempo. De 
momento, sólo tenía un proyecto impreciso, todavía en la fase de deseo y de 
sueño.
Por un lado sentía cierto temor de llevar una vida melancólica, 
encerrado en esta casona, aunque su tendencia ascética le impidiese deslizarse 
en estados mórbidos o crepusculares. 
Por otro, la soledad no sólo era una condición para ese vago proyecto que se 
iba gestando en su interior, sino una piedra de toque. 
El piso de Sevilla lo pondría en venta. En cuanto a la casa, le sobraban las 
tres cuartas partes. Tendría que hacer algunos cambios. Desde que su madre se 
mudó, él dormía también abajo, aunque para atenderla por las noches contase con 
la ayuda de una mujer y, eventualmente, de Ramona.