El silencio se enseñoreaba también del patio, en donde la fuente, al igual
que las pocas personas que velaban a la difunta, permanecía callada. Larrea se
abstrajo en la contemplación de ese paisaje familiar, en el que predominaba la
blancura del mármol.
Su tío Marcelo no sólo había confirmado la asistencia al entierro, sino que
se había mostrado desconsolado. Pidió a su sobrino que lo informase con detalle
de la muerte de su hermana. Insistió en que estaba arrepentido de no haber
ido a verla durante su enfermedad. Aunque se justificó alegando que él
estaba también achacoso y que no se movía de casa, no se perdonaba no
haber ido a visitar a su hermana.
Larrea aprovechó para decirle que, si no se encontraba bien, no era necesario
que viniese al funeral. Pero entonces Marcelo se alteró y replicó que iría,
aunque eso fuese lo último que hiciese en su vida. A Larrea le pareció
escuchar incluso un sollozo a través del teléfono.
Cuando Anastasio refirió brevemente la entrevista y la reacción de su
tío a Ramona, ésta dijo:
- Quería mucho a tu madre.
- ¿Sí?
- Sí, y ella a él también. Se quedaron huérfanos muy pronto.
Larrea hizo a continuación un comentario incongruente a propósito de los
cristales rotos de la montera. Y añadió que había que reponerlos antes de que
empezara a llover. La chacha no se molestó siquiera en asentir, dio media vuelta
y regresó a la capilla ardiente.
Tras su divorcio, Larrea había dejado el piso de Sevilla y se había venido a
vivir con su madre.