Sus allegados la miraban ahora pálida y tranquila, entregada definitivamente
a Morfeo, el esquivo dios que sólo acudía cuando le administraban el bendito
fármaco.
Anastasio dio media vuelta y se dirigió al patio, adonde lo siguió Ramona que
se persignó antes de retirarse. La chacha, que siempre había ocupado en la casa
un lugar especial, quería preguntar al hijo de la difunta un par de cosas.
La primera de ellas si había comunicado el fallecimiento a Anita.
- Por favor. No tengo ningún contacto con ella.
- Pero.-replicó Ramona, que sabía del mutuo aprecio que se profesaban Rafaela
y Anita, aunque desde la separación de ésta y Anastasio no se hubiesen vuelto a
ver.
- Sin peros -la interrumpió Larrea-. No tiene sentido llamarla.
El hombre contempló la montera, cuyo toldo estaba descorrido. Flotaba en el
ambiente un resto de luz diurna de un tono verde traslúcido. Esa atmósfera
peculiar lo había subyugado siempre, aunque tuviese una explicación sencilla.
Por un lado, dos hileras de cristales verdes recorrían el perímetro de la
montera. Por otro, en el patio había aspidistras y cintas alrededor de la fuente
de mármol, un ficus junto a una columna, adelfas, azaleas.
Se quedó mirando la palmera de hojas que se abrían como un abanico. Estaba
sembrada en un macetón de cerámica azul y amarilla, situado en el intercolumnio
de la derecha.
Esperaba la segunda pregunta de Ramona, para lo que no tenía una respuesta
tan terminante como para la primera. Una pregunta que, de antemano, le producía
irritación, aunque disimulase ese sentimiento. Lo cual constituía un
esfuerzo vano porque Ramona, que había sido su niñera, aparte de ama de
llaves, supervisora e intendente, entre otras funciones, lo conocía
demasiado bien para dejarse engañar por su forzada inexpresividad.