I
VELATORIO
Los dos empleados de la funeraria habían acabado su trabajo. La capilla 
ardiente quedó instalada en la misma habitación de la planta baja que 
habilitaron como dormitorio cuando las fuerzas abandonaron a doña Rafaela, 
y no pudo subir y bajar la escalera.
No hizo falta mover la cama, en una esquina, cerca de la ventana que daba a 
la galería. El ataúd, sobre un túmulo cubierto por un paño fúnebre, estaba 
situado en el centro; en la cabecera había un crucifijo, flanqueado de dos 
cirios encendidos.
De pie, contemplando el cadáver que tenía entre las manos un rosario, se 
hallaban, en primer término, Anastasio Larrea y Ramona. Más alejados, algunos 
vecinos y Silvia, la asistenta.
Durante los tres últimos meses, la enfermedad había afilado los rasgos de la 
señora Mendoza, que había adelgazado veinte kilos. Los dolores habían sido 
mantenidos a raya con la ayuda de la morfina, cuyas dosis fueron en aumento 
conforme fue necesario.
Gracias a ese medicamento, al que llamaba "el jugo de la amapola", doña 
Rafaela no sufrió mucho. De todas formas, ella no había sido nunca una persona 
quejicosa. Los padecimientos, de cualquier índole, había sabido sobrellevarlos 
con dignidad.
Ni siquiera cuando la sometieron a la radioterapia y a la quimioterapia, que 
tan desmejorada la dejaron, la oyeron lamentarse. No perdió tampoco el sentido 
del humor en ese trance, ni más tarde, cuando sospechaba que tenía los días 
contados.