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II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío, ¿qué os sucede? Desde el día que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes, precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas, despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaron a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren? .

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba tranquilamente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de Monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste Más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! - exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí - dijo el joven -, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña. . . Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es va posible; rebosa en mi corazón asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo . . . Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. este, después 1tic coordinar sus ideas, prosiguió así:

 
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