Pero todo fue inútil. Cuando el
más ágil de los lebreles llevó a las carrascas, jadeante, y cubiertas las fauces de espuma, va el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente. ¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces; estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -
exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto va se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos -. ¿Qué haces, imbécil? ¿Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque? Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
- Señor - murmuró Iñigo entre dientes -, es imposible pasar de este punto.
- ¡Imposible! ¿Y por qué?
- Porque esta trocha - prosiguió el
montero - conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.