I
-Me hacen Uds. reír con su
sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso
que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es
Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que
tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su
caballo, cuando... Fue en la batalla de Austerlitz: él subía a
todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a
cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más
de cuatro mil rusos. Yo que estaba en el 17 de línea, de la
división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la
cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora.
Pues como digo, al pasar él con todo su estado mayor y la
infantería de la guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo
en tales términos que todavía me duele. Sin embargo, tan grande
era nuestro entusiasmo en aquel célebre día que
incorporándome como pude, grité: «¡Viva el
Emperador!».
Decía estas palabras un hombre
para mí desconocido, como de cuarenta años, no malcarado, antes
bien con rasgos y expresión de cierta hermosura ajada aunque no destruida
por la fatiga o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre
melancólica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del
mundo y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgazán y
trabajoso, a que conducen juntamente la sobra de imaginación y la falta
de dinero; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar
facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya
personalidad tenía acabado complemento en el desaliño casi
elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que roto,
aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja que
había corregido así las rozaduras del chupetín como la
ortografía de las medias.