-¡Qué día! -exclamó
melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo
que el recuerdo de sus proezas le causara-. A eso de las ocho de la
mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoíz. El
día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería
de la calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa en la
calle de la Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado,
viendo que había cumplido con la puntualidad y el esmero que son en
mí peculiar, me dio dos reales, que guardo en este pañuelo como
memoria de hombre tan valiente.
Diciendo esto, trajo un pañuelo
y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y como si se tratara de la
más vulnerable y santa reliquia, sacó una moneda de plata que puso
ante la vista de Santorcaz sin permitirle que la tocara.
-Esto me dio -añadió
enjugando con el mismísimo pañuelo las lágrimas que de
improviso corrieron de sus ojos-; esto me dio con sus propias manos aquel que
vivirá en la memoria de los españoles mientras haya
españoles en el mundo. Yo estaba barriendo la oficina cuando entró
D. Pedro Velarde buscándole y le dije: «Mi capitán, hace un
rato que salió con D. Jacinto Ruiz». Después D. Pedro
entró y estuvo disputando con el coronel: al cabo de un cuarto de hora
volvió a pasar por delante de mí. Quién me había de
decir...
El Gran Capitán no pudo
continuar, porque la pena ahogaba su voz; doña Gregoria se llevó
también la punta del delantal sucesivamente a sus dos ojos, y Santorcaz
más serio y grave que antes respetaba el dolor de sus dos amigos.