-¡Los asesinos de Madrid!
-exclamó el Gran Capitán inflamándose en patriótico
ardor-. ¿Y cree Vd. que les tenemos miedo? ¡Santa María de
la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no permiten que
vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos.
Esto es ahora, porque estamos sin tropa; pero ¿sabe Vd. lo que se va a
formar en Andalucía?, un ejército. ¿Y en Valencia?, otro
ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército.
¿Cuántos españoles hay en España, Sr. de Santorcaz?
Pues ponga Vd. en el tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y
veremos. ¿A que no sabe Vd. lo que me ha dicho hoy el portero de la
secretaría de la Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la
guerra a Napoleón. ¿Qué
tal?
-¿Cuál es el pueblo de
Vd.?
-Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier
cosa, pues bien se pueden juntar allí hasta cien hombres como castillos,
no como esos rusos de alfeñique de que Vd. habla, sino tan fieros, que
despacharán un regimiento francés como quien sorbe un huevo.
-Pues una mujer que ha venido hoy de
la sierra -dijo doña Gregoria-, me ha contado que también mi
pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón de caminos, sí, Sr. de
Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no se andarán con
juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que Vd. nombra, las Austrias y
las Prusias fueran como Navalagamella, la canalla no los hubiera
vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha
facha y nada más.
-No se dice prusiacos, sino prusianos
-indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán.