-Y no se trate -prosiguió el
Gran Capitán- de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha
el Sr. de Santorcaz. A las niñas del lañador y a doña
Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero
contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que
si el Emperador fue por aquí o vino por allí. Hombres como yo no
se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el
cartucho y peinando los rizos del señor marqués de Sarriá,
para dar crédito a tales novelas de caballerías. Conque
¿cómo fue aquello? -añadió en tono de mofa y
sentándose junto a Santorcaz-. Dijo Vd. que cuatro mil franceses atacaron
a la bayoneta a diez mil rusos y los hicieron caer en un pantano donde se
ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos
para que se hundieran los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de
hacer la guerra! Pero hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se
resbalarían y... pobres nalgas del Emperador... digo, de los tres
emperadores, pues ahí dice Vd. que eran tres nada menos. ¿Sabes,
Gregoria, que es aprovechada la familia?
El Gran Capitán hizo
reír a su digna esposa con estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad,
y ambos celebraron recíprocamente sus ocurrencias.
-Si es novela de caballerías lo
que he contado -dijo Santorcaz-, pronto lo hemos de ver en España, porque
pasan de cien mil los Esplandianes que andan desparramados por ahí
esperando que su amo y señor les mande empezar la función.