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-¡Que en qué batallas me
encontré! -exclamó D. Santiago Fernández cuadrándose
ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio de los grandes
genios al ver puesta en duda su superioridad-. ¿Pues no sabe todo el
mundo que fui asistente del señor marqués de Sarriá el
año 1762 cuando aquella famosa campaña de Portugal, que fue la
más terrible y hábil y estratégica que ha habido en el
mundo, así como también digo que después de Alejandro el
Macedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?...
¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en qué
acciones me he encontrado! Aquella fue una gran campaña, sí
señor; entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que
volvernos, porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas
batallas... ¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del
señor marqués, y todas las mañanas le hacía los
rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo que la cabeza de nuestro general
parecía un sol. Él me decía: «Santiago, ten cuidado
de que los rizos vayan parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto de un
duro, porque no hay nada que aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen
parecer de nuestras personas». ¡Y cuánto le querían
los soldados! Como que en toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.
Santorcaz al oír esto se
desternillaba de risa, haciendo subir de punto con sus irreverentes
manifestaciones el enfado de D. Santiago Fernández, el cual, dando una
fuerte puñada en la mesa, continuó así:
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Bailén
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