-Por Dios, Sr. de Santorcaz
-decía la vieja-, no grite Vd. ni hable tales cosas donde le puedan
oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de
sus extravagancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy
entrometida, muy enredadora, y toda ella no se ocupa más que de chismes y
trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive
en el cuarto núm. 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para
oír lo que Vd. decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo
que pasó allá en las Asturias en la batalla de Pirrinclum, o no
sé qué... pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi
lengua... Esta mañana, cuando Vd. entró de la calle, la comadre
del núm. 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va
el pícaro flamasón que está en casa del Gran
Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver
lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes». El mejor
día nos van a dar que sentir, porque como dice Vd. esas cosas y tiene
esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre
saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe
Dios... Como aquí están tan rabiosos con lo del día
2...
-Ya se aplacarán los humos de
esta buena gente -dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara-.
Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en
persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse, y
esto que es la pura verdad lo digo aquí para entre los tres, de modo que
no lo oigan nuestras camisas.