-No, no le nombre Vd. -dijo
doña Gregoria-, porque si todos los demás son como ese de las
melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en
España.
-Sr. de Santorcaz
-añadió con grave comedimiento el Gran Capitán-, ya sabe
Vd. que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de
molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las
vamos a ver de manifiesto ahora, sí señor. Y supongo que Vd.
habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y
admira, es natural que les ayude.
-No -repuso Santorcaz-; yo he vuelto a
España para un asunto de intereses, y dentro de unos días
partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me
volveré a Francia.
-¡Qué mal hombre es Vd.!
-exclamó doña Gregoria-. Y su pobre padre, y toda la familia
llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este
calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura...
Pero chitón -añadió volviendo la cara hacia mí-; me
parece que el chico se ha despertado y nos está
oyendo.