-Me han asegurado -dijo después
de una pausa-, que ese D. Pedro Velarde iba a comer todos los días en
casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?
-No, no; y quien lo dijere miente
-exclamó don Santiago, dejando caer de plano sobre la mesa sus dos
pesadísimas manos-. D. Pedro Velarde pasaba por un oficial muy entendido
en el arma, y como fue de los que el Rey envió a Somosierra a recibir al
melenudo, este le trató, supo conocer sus buenas dotes y quiso
atraérselo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde para
andarse con mieles! Le convidaban a comer, obsequiábanle mucho; pero bien
sabían todos que si nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel
palacio era para conocer más de cerca a la canalla, como
él mismo decía.
-Él y sus compañeros de
Monteleón -dijo Santorcaz-, demostraron un valor tanto más
admirable, cuanto que es completamente inútil. Aquí están
ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente contra las tropas
más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un ejército
escaso, mal instruido, y esas nubes de paisanos que quieren armarse en todos los
pueblos. La obstinación ridícula de esta gente hará que
sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas
mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber comprado
con su sangre la independencia de la patria. España sucumbirá,
como han sucumbido Austria y Prusia, Naciones poderosas que contaban con buenos
ejércitos y Reyes muy valientes.