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     -Bien, hombre; los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como dos lentejas comparados con la grandeza de todo el Reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa cama! ¡Ay! Vd. no vio aquello, Sr. de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días después; ¡pero si Vd. lo hubiera visto! Por esta calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije allá va, y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no señor. Después entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo, cogimos una cómoda y echándola a la calle aplastamos a uno. Querían subir a matarnos; pero ¡quia! Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí, estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas guerras, y poniéndose delante de nosotras en la escalera nos arengó, y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay qué día! Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que «¡viva el Gran Capitán!».

 
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