-Pues dime cómo has entrado; nadie se atreve a cruzarlo y tú lo has hecho; luego tendrás muchas aventuras maravillosas que contarme.
Huldbrand se estremeció al
oír estas palabras e involuntariamente miró hacia la ventana, como si allí hubiese de aparecer un monstruo; pero a través de los cristales no pudo ver más que las sombras de la noche.
Hizo entonces un esfuerzo para dominar su emoción y estaba a punto para comenzar su relato, cuando el pescador se lo impidió, diciendo con sequedad:
-No, señor caballero; no es este el mo mento oportuno para hablar de eso.
Ondina, despechada, saltó de su asiento, y mirando a su padre adoptivo chilló puesta en jarras:
-¿De manera, papá, que no quieres que me cuente sus aventuras? ¡Pues yo se lo mando y debe obedecerme!
Y esto diciendo, dio unas pataditas en el suelo, haciendo mohines tan graciosos y de tal modo seductores, que Huldbrand quedó prendado de ella.
El anciano, empero, se enojó de veras y la reprendió severamente por su impertinencia.
La vieja chilló no menos que su marido, afeando a su hija la conducta que observaba ante un forastero, y cuando éstos hubieron acabado de gritar, exclamó Ondina encolerizada:
-Puesto que siempre hemos de tener rencillas y no soy dueña de hacer en esta casa mi voluntad, quedaos a dormir solos en vuestra choza vieja y humosa. ¡Yo me voy!
Y uniendo la acción a la palabra, salió de la estancia como una flecha y desapareció en las tinieblas.