Ondina permanecía en pie frente a él, con el estupor reflejado en el semblante, y el caballero temía que, pasada la primera impresión, la timidez haría que corriese a ocultarse de sus miradas.
Pero se engañó, pues la
joven, después de haberlo examinado de pies a cabeza, se acercó a él y arrodillándose delante se puso a juguetear con una medalla de oro que Huldbrand llevaba en el cuello, pendiente de una rica cadena del mismo metal.
-Huésped cortés -
preguntó luego, -¿cómo es que has llegado hasta aquí? ¿Cuántos años transcurrirán antes de que vuelvas a esta casa? ¿Vienes quizá del bosque solitario?
La vieja no dio tiempo a la respuesta, y en tono de reproche exhortó a la joven a que se levantase y se ocupara en algún trabajo.
Ondina, sin replicar, acercó un taburete al banquillo de Huldbrand, se sentó, colocándose una labor sobre las rodillas, y dijo con gracioso mohín:
-¡Quiero trabajar aquí!
El anciano pescador, como suelen hacer los padres con sus hijos demasiado mimados, fingió no darse cuenta de aquella des obediencia y reanudó la conversación, tratando de darle otro giro.
Pero la joven no le dejó proseguir.
-He preguntado a nuestro huésped de dónde venía y no me ha contestado - interrumpió.
-Vengo del bosque - contestó el interpelado.