-Aunque os hubiese encontrado, buen anciano, menos hospitalario conmigo y menos dispuesto a recibirme, no hubiera, podido libraros de mi presencia, pues, según observo, ante nosotros no hay más que agua y a nuestras espaldas el bosque encantado... ¡que Dios me libre de volver a cruzarlo de noche!
-No hablemos de esto - dijo el pescador con tono seco y desabrido, e hizo entrar en la casa al caballero, que ya había echado piel a tierra y quitado los arneses a su montura.
En el hogar ardía un alegre fuego que iluminaba la estancia, que estaba amueblada, con suma modestia, pero resplandeciente de limpia.
Junto a la chimenea, arrellanada en amplio sillón, hallábase la esposa del pescador, anciana como él.
Al ver entrar al noble forastero se levantó, saludó cortésmente con una inclinación de cabeza, y volvió a sentarse, sin ofrecerle su sitio.
-No os ofendáis, señor -dijo entonces, sonriendo, el marido,- de que no os ofrezca el mejor asiento de la casa; entre nosotros, pobres e ignorantes pescadores, subsiste la costumbre de que lo ocupe el más anciano de la familia y...
-¿Qué excusas son
ésas, esposo mío? -interrumpió la dueña de la casa.- El señor tiene aspecto de un buen cristiano, y no creo que le pase por las mentes la idea de hacer levantar de su sillón a una pobre anciana. Sentaos, caballero - agregó, dirigiéndose al recién llegado; - ahí tenéis un escabel, pero andaos con cuidado, porque está algo desvencijado.
El interpelado acercó con precaución el banquillo a la chimenea, y se sentó alegre y contento como si en vez de forastero fuese un pariente de aquellos buenos ancianos, que acababa de llegar de un largo viaje.
La conversación recayó sobre cosas baladíes.
El pescador se esforzaba para que no se hiciera alusión al bosque encantado.