Entonces cruzaron por su imaginación
los fantasmas con los que en noches de tempestad había soñado, y la imagen que más le aterrorizó fue una figura gigantesca, blanca como la nieve, que movía incesantemente la cabeza con extraños gestos.
Dirigió sus miradas al bosque y
creyó distinguir, a través del ramaje, el espantoso fantasma que no cesaba de oscilar. Mas reflexionó un instante, y acordándose de que nunca, había tenido en el bosque el menor tropiezo desagradable, rezó devotamente una oración que le devolvió al punto su perdido valor, permitiéndole echar de ver que aquella figura blanca e inquieta no era otra cosa que el conocido riachuelo que, saliendo de la selva, desaguaba espumeante en el lago.
No por esto se tranquilizó por completo y, quiso saber la causa del ruido que le había asustado.
Momentos después se detenía delante de la vivienda del pescador un elegante caballero vestido con ferreruelo escarlata, que le caía airosamente sobre la espalda, y jubón de color violeta con bordados de oro.
Vistosas plumas carmesíes y violáceas ondeaban sobre su espléndido birrete, y de su cintura pendía brillante espada de rica empuñadura guarnecida de piedras preciosas.
El caballo era blanco y más fino de lo que suelen ser los de guerra; pisaba la hierba con tanta suavidad que apenas dejaba huella de sus pasos.
El pescador, aunque comprendiendo que
semejante aparición no debía atemorizarle, quedóse perplejo y visiblemente turbado; llevóse seguidamente la mano al sombrero, en señal de saludo, y continuó tejiendo sus redes.
El caballero se detuvo y le preguntó si él y su caballo podían encontrar comida y alojamiento para aquella noche.
-Para vuestro caballo - repuso el pescador - no podría indicaros mejor cuadra que este umbroso prado ni mejor pasto que la hierba que en él crece; a vos no puedo ofreceros más que mi humilde vivienda, una cena modesta y un lecho pobre como el nuestro.