Las manos me puse en los oídos para no oír
semejantes blasfemias en boca de aquel sabio admirable. Desesperado y rabioso
estaba yo de verle convertido en bon vivant, con sus puntas y collar de
bribón desvergonzado; mas para evitar habladurías escandalosas,
determiné aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que
Parsondes había subido al empíreo, y que siguiese venerando su
imagen, sin descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes
vivía con las bailarinas de Babilonia, en el alcázar de Nanar.
En esto desperté de mi sueño y me volví a
encontrar en mi pobre casita de esta corte.
-Creo -añadía nuestro amigo al terminar su
cuento- que con menos riqueza y a menos costa pueden los Nanares del día
seducir a los Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de
la caridad, sino de la envidia. Los que no estén seguros de la propia
virtud y entereza de ánimo han de ser, pues, más indulgentes con
los Nanares. ¡Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla
probadísima!
¡Dichoso aquel que la practica y
calla!