Los batidores se habían adelantado a anunciar mi
llegada. De repente vimos levantarse en la extensa y fértil llanura,
entre las huertas, jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino,
una nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha obscura que
se movía hacia nosotros. Poco después llegó a todo correr
uno de mis batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa
comitiva. En esto la mancha obscura se había agrandado en extremo, y
empezamos a oír distintamente el son de los instrumentos músicos,
el relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por
último, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y
la magnificencia de los que a recibirnos venían.
Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto
estuve cerca del rey Nanar, que venía en un soberbio palanquín de
bambú, sándalo y nácar, sostenido por doce gallardos
mancebos. El rey bajó del palanquín y yo del carro, y nos
saludamos y abrazamos con mutua cordialidad.
La túnica del rey era de tisú de oro, bordada de
seda de mil colores. En el bordado se representaban todas las flores del campo,
y todos los pájaros del aire, y todas las estrellas del éter.
Llevaba el rey una tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por
zarcillos dos redondas perlas, del tamaño cada una de un huevo de
perdiz.