-Ahí tienes al santo Parsondes, en medio de esas
mujeres. Parsondes, ven acá y saluda a tu antiguo discípulo.
Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno
que, a no ser por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres.
Traía pintadas las cejas de negro, de azul los párpados, a fin de
que brillasen más los ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba
todo perfumado; su traje era casi tan rico como el del rey; su andar, afeminado
y lánguido; de sus orejas pendían zarcillos primorosos; de su
garganta, un collar de perlas; ceñía su frente una guirnalda de
flores. Era el mismo Parsondes, que me echó los brazos al cuello.
-Yo soy -me dijo- muy otro del que antes era. Vuélvete,
si quieres, a Susa; pero no digas que vivo aún, para que no se
escandalicen los magos, y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de
santidad a que recurrir. Nanar se vengó de mi ruda y desaliñada
virtud haciéndome prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con
un estropajo. Después han seguido lavándome y perfumándome
dos veces al día, regalándome a pedir de boca, y
obligándome a estar en compañía de todas estas alegres
señoritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y de mis austeras
predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se ha de procurar pasarlo
lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los otros. Cuidados ajenos matan al
asno, y nadie lo es más que quien se mezcla en censurar los vicios de los
otros, cuando sólo le ha faltado la ocasión para caer en ellos, o
cuando, si en ellos no ha caído, se lo debe a su ignorancia, mal gusto y
rustiqueza.