Su cabellera le caía en bucles perfumados sobre la
espalda, y la barba formaba menudísimos rizos, artística y
simétricamente ordenados. Su vestido y su persona despedían
delicada fragancia. A pesar de mi severidad, no pude menos de admirarme de la
finura del rey Nanar, y confesé allá en mis adentros que era la
persona más comm'il faut que había yo tratado en mi
vida.
El rey me alojó en su alcázar, me dio fiestas
espléndidas y me distrajo de tal suerte, que casi me hizo olvidar el
objeto de mi misión. Ya teníamos un concierto, ya un baile, ya una
cena por el estilo de la que dio Baltasar muchos años después. Yo
no me atrevía a preguntar al rey qué había hecho de
Parsondes. Yo no comprendía que un señor tan excelente, que
agasajaba y regalaba a los huéspedes con aquella elegancia y
cortesanía, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio a mi querido
maestro.
Por último, una noche me armé de toda mi
austeridad y resolución, y dije a Nanar, en nombre del rey mi amo, que en
el momento mismo iba a decir dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no
quería perder el reino y la vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo
venir al punto a todas las bayaderas y cantatrices que había en el
alcázar: se entiende que fuera del recinto, harén o como quiera
llamarse, reservado a sus mujeres. Las tales sacerdotisas de Mílita
pasaban de novecientas, y eran de lo más bello y habilidoso que a duras
penas pudiera encontrarse en toda el Asia. Las muchachas llegaron bailando,
cantando y tocando flautas, crótalos y salterios, que era cosa de gusto
el verlas y el oírlas. Yo me quedé absorto. Nanar me dijo, y
aquí fue mayor mi estupefacción: