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Por no pecar de prolijo, no refiero aquí menudamente los
sucesos de mi viaje. Baste saber que el décimo día descubrimos a
lo lejos los muros ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitocris.
Tenían treinta varas de espesor; circundaban la ciudad, formando una zona
de veintidós leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte más
baja, ciento veinte varas sobre la tierra: tanto como los campanarios de las
catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los jardines
pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban algunos edificios,
como los palacios reales, el templo de Belo y la famosa torre de Nemrod, que
constaba de ocho pisos, de más de doscientas varas de alto el primero.
Desde la cima de esta torre, que parecía tocar la bóveda celeste,
presumían tratar los sabios antiguos con los dioses, secretas
inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan distantes aún, y
de un modo confuso, creíamos ya percibir las colosales figuras esculpidas
y pintadas en las paredes exteriores de palacios y templos; aquellos toros con
cabeza de hombre y aquellos hombres con cabeza de león; aquellos
próceres y aquellos guerreros, ceñidos los riñones de
talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El Sol reflejaba desde Oriente
sobre los gigantescos edificios y sobre las cien puertas enormes de la ciudad,
que eran de bronce dorado. El resplandor que despedían deslumbraba los
ojos. El Éufrates y el Tigris, serpenteando y heridos también por
los rayos del Sol que rielaba en sus ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en
fusión que formaban un lazo.
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