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-Así es la verdad -replicó el rey-; pero yo he llegado a averiguar, por revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete años ha emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen a su alcázar; y allí debe de estar Parsondes, o muerto o padeciendo tormentos horribles.

-¡Ah, señor! -exclamé yo al punto, postrándome a los pies del rey-. Justo es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que, si no ha muerto, se halla.

El rey me dijo que con ese fin me había llamado, y que al instante me preparase a partir con el acompañamiento debido, y órdenes terminantes suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o le pusiese en libertad.

Aquel mismo día, que era uno de los más calurosos del estío, salí de Susa en un magnífico carro tirado por cuatro caballos árabes. Un hábil cochero iba dirigiéndole, y dos esclavos etíopes me acompañaban también en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz, y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado, el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas, arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me seguían y me daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y velocísimas cebras, iban delante de mí, a fin de anunciarme en las diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que traíamos para suplir las faltas del camino venían sobre los lomos de veinte poderosos elefantes.

 
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