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Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no hizo más que condenar aquellos abusos.

El rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, rey de Media, había roto todo freno y corría desbocado por el camino de los deleites. Nosotros acusábamos a Nanar, como Parsondes le había acusado antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el corazón de Arteo, ni le decidía a destronar a Nanar y a poner otro rey más morigerado en Babilonia. Nanar era más descreído y libertino que Sardanápalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés y a Mílita, o, como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo predicábamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reían en las narices. Nosotros nos vengábamos con hablar de la santa vida de Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban.

Así iban las cosas, cuando una mañanita Arteo me hizo llamar muy temprano a su presencia.

-Hay esperanzas -me dijo- de que Parsondes viva aún; pero si ha muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser otro que el rey Nanar.

-Tu sabiduría, señor -le contesté-, es como la luz, que lo penetra y descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en perspicacia; pero, ¿cómo has sabido que Parsondes puede vivir aún, y que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? ¿No han asegurado los magos que Parsondes está en el cielo? ¿No han descubierto los astrólogos en la bóveda azul una estrella antes nunca vista, y no han reconocido en esa estrella el alma de Parsondes?

 
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