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Siete años hacía ya que Parsondes, después
de iluminar el mundo con su doctrina, y de formar varios discípulos
dignos de él, había desaparecido, sin que le volviese a ver nadie,
ni vivo ni muerto. Los buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes
había subido a la región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda,
donde brillaba casi tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba
a su propio feruer con beatíficos resplandores. Allí
militaba aún en el ejército de los espíritus luminosos
contra el príncipe de las tinieblas, Ahrimanes, cuya soberbia
había humillado en esta vida terrenal, y cuyo imperio contribuía
poderosamente a destruir en la otra vida, procurando que se realizase la santa
esperanza del triunfo definitivo del bien sobre el mal. Los sectarios de la
religión de Ahura-Mazda creían, pues, a puño cerrado que
Parsondes debía contarse en el número de los veinte o treinta
grandes profetas, precursores y continuadores de Zoroastro hasta la
consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo el imperio de los
medos, con los reinos tributarios, había hombres de otras varias
religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban igualmente a
Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decían que había
encontrado la flecha de Abaris y se había ido por el aire, montado en
ella; otros, que se había elevado al empíreo en el trono flotante
de Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros,
que en la antigüedad más remota civilizó a los asirios, y que
tenía cuerpo de pez, cabeza de hombre y piernas de mujer, se le
había llevado consigo a su palacio submarino, en el fondo del golfo
Pérsico. En resolución, aunque por distinta manera, todos
convenían en que Parsondes, el virtuoso y el sabio, estaba viviendo con
los dioses. En las plazas públicas de Susa se veneraba su imagen,
coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos, en razón de las
quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y vestido el cuerpo
de un ropaje talar lleno de otros símbolos más extraños
aún en nuestros días, aunque entonces no lo fuesen.
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Parsondes
de Juan Valera
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